Las aceitunas son el oro verde de nuestra tierra. Entre los meses de septiembre y octubre se recogen de los árboles, da comienzo al verdeo.
Son muchas las personas que me preguntan:
—¿Cuántos almacenes había en Dos Hermanas?
—Muchísimos, creo que en cada calle había uno. Si no eran de aceitunas eran de toneleros.
Os explico: Cada peso tenía 20 mesas. En cada mesa había 10 mujeres.
A veces, a mediodía, hacíamos un picadillo y nos quedábamos a almorzar en el patio. Comprábamos entre todas una gaseosa y cada una llevaba un huevo, dos patatas, un pimiento, un tomate, una cebolla, de vez en cuando una lata de atún y algunas chacinas. Para nosotras, era un día de fiesta. Después, bailábamos y nos peinábamos en los servicios, donde algunas aprendieron y practicaron el oficio de peluqueras y maquilladoras. Esto se hacía en todos los almacenes de la localidad.

Esta es la única foto que tengo de mi paso por León y Cos, ya que como la cámara era mía no salía en las fotos. Estoy con mi compañera Esperanza. En León y Cos todas teníamos un babi de color verde, un delantal y un gorro blanco. Unas veces usábamos botas y otras zapatos de goma. Había mucha humedad en la nave.
Las niñas del suelo entraban a trabajar a los 10 años. Se dedicaban a recoger las aceitunas que se caían al suelo. Cuando cumplían los 14 años se colocaban en el relleno o en el deshuesado.
Yo he trabajado en muchos almacenes porque, cuando se terminaba el trabajo en uno, nos quedábamos en paro y teníamos que buscar empleo en otros. En aquellos años no teníamos derecho a cobrar el desempleo.
Cada vez que rellenábamos un plato de aceitunas, íbamos al peso y lo pesábamos. A veces había niñas nuevas que les costaba trabajo aprender a rellenar correctamente y entonces «la pesaora» que lo repasaba, si veía que no estaba bien relleno, le devolvía el plato para que lo rellenara de nuevo. A eso se le llamaban darle un «polletón». Cuando esto ocurría, daba mucha vergüenza y algunas lloraban. En mi mesa se lo dieron a una chica nueva y entre todas les ayudamos a repasar el plato. Nunca más le dieron otro "polletón".
Era el almacén más grande que había en Dos Hermanas. Entrábamos en verano de seis de la mañana a dos de la tarde, y en invierno de ocho a cinco.
Un día nos informaron que, en lugar de tener treinta minutos para desayunar, solo tendríamos quince. Esto se iba a aplicar en todos los almacenes, y no entendíamos por qué, ya que nosotras trabajábamos por cuenta propia y nadie quería alargar el desayuno innecesariamente. Aunque había muchas personas que trabajaban a jornal, como las pesaoras, la parte del Escogido, las niñas del suelo, los toneleros, en fin todas menos las deshuesadoras y las rellenadoras.
Las representantes sindicales se reunieron con los empresarios en Sevilla, junto al responsable del sindicato vertical, que tomaría la decisión final. Mi tía Anita, deshuesadora, asistió a la reunión.
»Durante
la discusión, los empresarios defendieron que quince minutos eran suficientes,
pero una de las representantes argumentó lo contrario. Entonces, mi tía Anita
pidió hacer una demostración.
—¿Puedo
mostrarles algo? —preguntó.
—Sí,
adelante —respondieron.
Mi tía
sacó de su bolso un termo con café, un bocadillo de chorizo y una fruta, y los
colocó sobre la mesa.
—Desde
mi puesto de trabajo al grifo del patio, donde debo lavarme las manos antes de
comer, hay unos 200 metros. Luego, tengo que ir a los vestuarios a unos 100
metros para recoger el bolso, sentarme en el patio, tomar el café y comerme el
bocadillo y la fruta (un plátano, para ahorrar tiempo). Después, debo dejar el
bolso en el vestuario, ir al baño, lavarme las manos y volver a mi puesto de
trabajo. Si ustedes pueden hacerlo en quince minutos, nosotras también.
»El
silencio se hizo en la sala y el representante sindical dijo a los empresarios
que, técnicamente, era imposible desayunar en quince minutos, por lo que nos
dejaron veinticinco minutos.
Os he contado que mi padre tenía la autoescuela y siempre tenía un coche de repuesto. En el almacén de aceitunas, creo que yo era la única mujer con carnet de conducir. Una fría mañana, decidimos mi madre, mi hermana y mi tía ir al trabajo en el 600 de mi padre. Aparqué el coche en el mismo lugar donde los hombres dejaban sus vehículos, lo cual causó cierta sorpresa entre mis compañeros al verme llegar en coche.
Poco después, el maestro se acercó y me dijo:
—Loly, ¿ese 600 blanco es tuyo?
—Es
de mi padre, ¿por qué?
—Ve y sácalo del aparcamiento y llévalo al
llano frente al almacén.
—¿Por
qué? ¿Está mal aparcado? ¿No se puede aparcar allí?
—Ese
aparcamiento es para los que trabajan en el almacén —dijo él.
—Yo
trabajo en este almacén, y antes de sacar mi coche, tendrán que sacar todos los
vehículos que hay allí, incluidas las bicicletas —repliqué eso, consciente de
que el maestro tenía una bicicleta.
—Si
todas las mujeres empezáis a traer coche, no habrá espacio para todos.
—Lo siento mucho, pero no pienso sacar mi
coche.
Mis compañeras comenzaron a protestar, y el maestro se marchó enfadado. Yo continué llevando el coche al trabajo y siempre lo aparcaba dentro del almacén, mientras el maestro me observaba con desaprobación, pero sin decir nada más.
En la puerta de los almacenes nos esperaban las diteras. A veces eran compañeras nuestras que ejercían ese doble trabajo. Ellas nos traían ese ajuar que muchas comenzábamos a reunir para nuestra boda el día de mañana. Les íbamos pagando poco a poco. A veces si nos gustaba un vestido de una tienda se lo decíamos y ellas lo traían y nosotras se lo pagábamos poco a poco. También les comprábamos pendientes, collares y todo lo que había en aquellos tiempos. Además, también había diteros en nuestro pueblo. Si querías comprar algo especial y no podías ir a Sevilla, se lo encargabas y eran «los cosarios» los que lo traían. Luego se lo pagabas a «ditas», o sea poco a poco.
Una mañana, estando a punto de entrar a trabajar en León y Cos, vimos a la Juana venir subida en una escoba larga con «el loco de la granaína». Os cuento lo que le ocurrió:
En el bullicioso barrio de San José, vivía José, conocido como "el loco de la granaína". Cada mañana, se apostaba en la puerta del bar El Carrillo, disfrutando de una copa de aguardiente seco, mientras observaba a las mujeres que se dirigían a trabajar en los almacenes de aceitunas.
José tenía una peculiar ocupación: fabricaba escobas largas, ideales para limpiar telarañas en los altos techos de las casas. Una de esas mañanas, vio a Juana, una mujer que le temía, acercándose apresuradamente. José, con su semblante serio, se dirigió hacia ella y le preguntó:
—Juana, ¿adónde vas tan de prisa?
—¡Déjame, José! Voy tarde al trabajo en León y Cos.
José, imperturbable, le ofreció:
—Súbete a mi caballo, te llevo.
—¡No, José! Estoy cerca ya.
Pero José insistió, con determinación:
—¡He dicho que te subas, mujer!
Temerosa, Juana accedió y se montó en la escoba. José, con aire de caballero, le dijo:
—Agárrate bien, ya casi llegamos. ¡Relincha, Juana!
Juana, entre sollozos y risas, obedeció: “Hiii, Hiii”. José, con entusiasmo, continuaba: “¡Tacatá, tacatá!”. Así llegaron al trabajo, y ante la mirada asombrada de todos, José la llevó hasta su mesa, exclamando:
—¡Relincha, Juana!
Entre risas y murmullos, Juana, humillada, solo pensaba en su marido y murmuraba:
—¡Si se entera, me mata!
A partir de ese día, Juana iba al trabajo en bicicleta, evitando al loco y su escoba. No fue la única en sufrir las excentricidades de José; muchas mujeres del barrio compartían historias similares de sus encuentros con "el loco de la granaína".
Los maestros de los almacenes chicos, iban a la puerta de León y Cos y nos proponían que fuéramos a vela a sus empresas. Nosotras fuimos muchas veces. Entrábamos de 7 de la tarde hasta las 11 de la noche.
Yo fui poco tiempo porque me apunté a un curso de Auxiliar Administrativa que hizo el P.P.O ( Programa de Formación Profesional, Obrera) lo hicieron a través del Ayuntamiento de Dos Hermanas. Fui a la prueba y me admitieron. Tenía que entrar de 5 de la tarde hasta las 10 de la noche. Le pedí permiso al maestro para salir y me lo dio. Comenzamos a primeros de Octubre y terminamos el 18 de Junio. Hay amigas que todavía recuerdan que yo con los libros forrados con plásticos estudiaba mientras rellenaba.
Cuando terminé el curso las profesoras nos trajeron la solicitud para que la rellenáramos. Estaban construyendo un gran hospital en Sevilla (El Virgen del Rocío) y necesitaban auxiliares administrativas. Mi padre no me firmó la autorización. Me dijo que Manolito (el joven que trabajaba en la oficia), se tenía que ir a la mili, y yo tenía qué volver a trabajar en la autoescuela. Mis compañeras se colocaron todas en el hospital.
En aquellos tiempos las mujeres teníamos mucho trabajo. Después de salir de los almacenes había que recoger a los hijos o hijas, unos estaban en las guarderías y otros en casa de los abuelos. Había que bañarlos, preparar la comida para el almuerzo del día siguiente y la cena para esa noche, aparte de lavar los pañales y la ropa a mano. La lavadora llegó a nuestras casas sobre los años 70. La casa se limpiaba los sábados por la tarde o el domingo porque el sábado por la mañana se trabajaba. La ropa se lavaba los fines de semana, sobre todo las sábanas, aunque la ropa interior se lavaba cada día, ya que era escasa. En verano se tendía en el patio y en invierno se secaba debajo de la camilla con el calor de la copa de cisco. Entonces no había mucha ropa y esta se heredaba de los hermanos mayores o de algún familiar o vecino, lo mismo ocurría con los zapatos. Los cobertores (las mantas) y las colchas se oreaban en el patio.
Después de tanto trabajar, algunas compañeras llegaban al almacén al día siguiente con un "ojo morado" porque su marido les había pegado una paliza. ¿Por qué? ¿Por celos? ¿Celos de qué, de quién? ¡Eso querían saber ellas! Quizás porque venían borrachos, ¡Vaya usted a saber! Pero si acudías a los municipales a denunciarlo, te decían que ellos en cosas de matrimonios no se metían. Incluso los padres les decían: "Con la cuchara que has escogido, debes comer toda la vida". O sea, hasta que la muerte os separe.
Hubo mujeres que se arrojaron a las vías del tren, otras se ahorcaron o fueron asesinadas a golpes. La familia decía: "No entendemos nada, siempre han sido felices". ¿Felices? ¡Harta de palizas injustificadas, de trabajar, de cuidar la casa, a los menores, a los mayores enfermos, tanto a sus padres como a los suegros! Así vivían muchas mujeres, y esa era la razón por la que tenían una gran depresión. En aquellos años, no era delito pegarle a una mujer. Muchos hombres lo hacían habitualmente.
Algunas compañeras contaban que sus padres les pegaban a su madre y a todos los hijos, y nos decían que nunca habían tenido una conversación con él. Solo recordaban sus borracheras y las palizas. La pobre madre los protegía. A veces, cuando sentían que llegaba a la casa, se escondían debajo de la cama. Menos mal que el comportamiento de los hombres actuales está cambiando. Pero por desgracia, aún siguen asesinando a muchas mujeres.
A las mujeres nos ha tocado llevar toda la carga familiar. Nuestra vida siempre fue dura; desde pequeñas se nos inculcó que teníamos que cuidar de los mayores y ayudar a nuestras madres en los trabajos de la casa. En cambio, los varones se pasaban la tarde jugando en la calle. Yo les tenía envidia y, más de una vez, le dije a mi madre que me gustaría haber nacido hombre.
Cuando me fui a jubilar, pedí una vida laboral y vi con sorpresa que de los tres años que había trabajado en los almacenes, solo habían cotizado unos tres meses. Yo había ido pagando mi seguro cada día, ellos me lo descontaban de mi jornal. Se quedaron con mi dinero. Eran unos sinvergüenzas.
Los niños y niñas por la tarde hacían los deberes y luego se divertían leyendo los tebeos que se cambiaban en el quiosco. Otras veces jugaban en la calle hasta la hora de cenar. En nuestro pueblo crearon dos guarderías: Ntra. Sra. de Valme y la Milagrosa, ambas dependientes de Auxilio Social, y regentada la segunda de ellas por las Hijas de la Caridad, anexa a la Casa de Socorro, Maternidad y Asilo Municipal.
Una de las guardería más grandes estaba situada frente al barrio San José. Todavía existe el edificio y la podemos ver desde el puente peatonal. Las madres los llevaban a casa de las señoritas que trabajaban en las guarderías, porque abrían a las ocho y media y ellas tenían que entrar a trabajar en invierno a las 8 y en verano a las 6 de la mañana. Luego, ellas se los llevaban a la guardería. Allí les daban el desayuno, el almuerzo y la merienda. La guardería era solo para hijos e hijas de familias trabajadoras, que justificaran que trabajaban los dos y no podían cuidarlos. Yo tuve a mis hijos en esa guardería. Mis primos, algunos entraron con la cuarentena y salieron cuando hicieron la comunión. Había una piscina donde los enseñaban a nadar.
Dª Brígida García García fue la primera mujer que aderezó aceitunas en Dos Hermanas para servirlas en “la pensión Campos”. Fonda y café de su propiedad, situada al comienzo de la calle Real.
Ella y su marido D. Manuel Valera Gómez pusieron el primer almacén de aceitunas y las exportaron a Estados Unidos.
Una historia sobre mi madre.
Mi abuela Ana Guerrero trabajaba en la fábrica de Yute en el turno de noche. Su marido Cristóbal Guerrero estaba preso. A mi abuela la fábrica le alquiló una vivienda en el barrio San José.
Mi madre y mi tía eran gemelas. A los 10 años, las gemelas dejaron de ir al colegio y se fueron a trabajar. Isabel comenzó a trabajar en la Huerta Casanova, recogiendo las aceitunas del suelo. Su hermana gemela, Anita, trabajaba de niñera. Isabel se puso enferma y no podía ir a trabajar. Su madre pensó que Anita podía sustituirla, ya que se había quedado sin empleo. Se lo dijo a una vecina y, tras las explicaciones de Isabel y de la vecina, Anita se fue a trabajar a la Huerta Casanova.
Pero al cabo de dos meses, el maestro le pidió a Anita que fuera a ver la hora que era, porque se le había parado el reloj. Anita no entendía el reloj y se hizo la despistada. El maestro le preguntó por la hora y ella, nerviosa, se puso a llorar. Le confesó que no era Isabel, sino su hermana gemela. Paco, cuando terminó la jornada de trabajo, la acompañó a su casa subidos en la bicicleta. Cuando Ana vio entrar a su hija y al maestro, le pidió perdón y le explicó que tenía muchos hijos y no podía prescindir de ese jornal porque necesitaba las medicinas para su hija Isabel. El maestro quiso ver a Isabel, que yacía en la cama con mucha fiebre. Paco le dijo que cuando Isabel se pusiera bien fuera al almacén. Así lo hicieron y cuando llegaron las dos, el maestro les dijo: "Isabel, tú te quedas en el relleno y Anita, tú te vas al deshuesado". Una vez separadas, con el tiempo, una fue rellenadora y la otra deshuesadora.
Después de varios años trabajando en los almacenes, Isabel encontró trabajo de dependienta en un puesto en la plaza de Abastos. Más tarde, tuvo su propio puesto de ultramarinos, donde conoció a su marido José López Arias “El Pilongo”.
©Loly López Guerrero.
Es genial el trabajo que ha publicado Loli. Mucha gracias
ResponderEliminarGracias por tus palabras.
EliminarQuisiera saber si conoció a mi abuela josefa vicente de los rios
ResponderEliminarQuisiera saber si alguien conoció a mi abuela josefa vicente de los Ríos. Trabajo en la fábrica de aceitunas. Tubo 4 hijas Ana mi madre .otra María Luisa. Rosa y daniela
ResponderEliminarDejo mi teléfono por si alguien la conoció. 645216691 a mi abuela josefa vicente de los rios.
ResponderEliminarYo estuve trabajando en los almacenes durante tres años. A muchas personas las conozco más por el apodo que por su nombres y apellidos. a lo mejor si me envías una foto de tu abuela quizás la recuerde.
ResponderEliminarMuchas gracias a todas las personas que me escriben y me cuentan sus experiencias en los almacenes tanto de aceitunas como de toneleros.
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