El Economato.
Una historia personal.
Mis padres eran comerciantes, tenían
un puesto en la plaza de abastos. A principios del año 1959 llamaron a mi padre,
José López Arias, a la fábrica de Textiles del Sur. Tenían un Economato y le
propusieron que se hiciera cargo de él. Mi padre aceptó encantado. No tenía que
pagar alquiler ni luz, así que la condición era que los productos tenían que
costar más baratos que en los comercios de Dos Hermanas. Allí sólo comprarían
las personas que trabajaban en la fábrica. Se abría a las 6,30 de la mañana, ya
que había tres turnos de 7 a 3, de 3 a 22, y de 22 a 7 de la mañana. También
había un turno fijo de 8 a 17 de la tarde. Él cerraría cuando saliera el último
turno que era a las 11 de la noche. Mi madre, Isabel Guerrero Guerrero, siguió en la plaza de Abastos con su puesto de
Ultramarinos.
Dentro de la fábrica vivían los porteros José y Rafaela. Con ellos vivía su hija Paqui y su hijo Pepe. Paquita era viuda. En las huertas vivían José Muñoz y María de la Haza Moreno, con sus hijos. Dolores, Pepe, Juan Mari, Antonio, Enrique y Paqui Muñoz de la Haza. José era el maestro del taller mecánico. En otra casa vivía la familia de José Mª Massón Casullera, era el Maestro de los telares. Tenía un hijo que se llamaba José Mª. Eran catalanes. Al lado de la fábrica había dos casas en una vivía el director D. Antonio Fernández Carvajal que tenía 2 hijos varones. Eran de Madrid. Al lado vivía D. Juan Agut Freisa con su esposa y su hijo Juan Agut Traver que también trabajaba en la fábrica, era otro de los directivos y eran catalanes.
Durante
un tiempo, el Economato estuvo situado en el interior de la fábrica, pero
cuando se produjo un incendio en 1962, lo trasladaron a una sala pegada al
Palacio de Alpériz, con una puerta que daba a la carretera. Allí podían comprar
todas las personas que quisieran. Yo me iba con mi padre para ayudarle y, antes de
las 10, iba al colegio de la Almona (José Antonio Primo de Rivera). En
verano, me quedaba todo el día y me lo pasaba fenomenal. Teníamos una ventana
que daba al recreo del Palacio de Alpériz. Se llamaba el Preventorio de Santa Teresa. En aquella época, había niños y
niñas internos cuyos padres estaban ingresados en el Tomillar o eran huérfanos.
Me pedían caramelos, chocolates, galletas y charlábamos de muchas cosas que les
habían pasado. Algunas siempre estaban tristes porque no recibían visitas ni
noticias de sus padres. Yo ponía la radio y bailábamos. Las monjas encargaban a
mi padre chícharos, lentejas, etc., y yo se las llevaba; luego me quedaba en el
recreo a jugar con los niños y niñas.
Con mi
padre trabajaba un joven, José Mª de la Vega Chacón y cuando se tuvo que ir al servicio militar,
mi madre cerró el puesto de la plaza de abastos y se fue a trabajar con mi
padre al Economato.
Mi padre se rompió un brazo y, como no quería que yo cortara la chacina con el cuchillo por miedo a que me cortara, compró una máquina para cortarlas. Yo tenía unos 11 años y, por las mañanas a las 6:30, ya estaba cortando chorizo, salchichón y mortadela para preparar los bocadillos de la gente que entraba a trabajar en la fábrica de Yute y de las personas que trabajaban en los Lobillos, León y Cos, y otros almacenes. Comprábamos el pan en la panadería del Primito, en la esquina con la calle Real Utrera. Muchas veces nos encontrábamos con el paso a nivel cerrado porque un tren de mercancías estaba cargando o descargando, y tardaban mucho en abrir la barrera. Más de una vez, el guarda nos dejaba cruzar la vía al final del tren. Otras veces, mi padre le dejaba la moto y el guarda abría la puerta de uno de los vagones para cruzar, ya que muchas personas tenían que ir a trabajar. A media mañana, mi padre iba a buscar la moto a la casilla del guardabarrera. Cuando llegábamos al Economato, cortábamos las chacinas y preparábamos tres montones de bocadillos. También preparábamos tres filas con aguardiente seco, dulce y coñac. Yo me sentaba en un banco alto, cerca de los botes de caramelos, y tenía preparada una lista. A veces, en vez de nombres, ponía los apodos y apuntaba el bocadillo y la copa de anís o coñac que se tomaban. Las mujeres me encargaban "los mandaos", productos que querían que los preparáramos para la hora de almorzar o al terminar su turno de trabajo.
Apuntaba en el libro de cuentas el importe y nos pagaban semanalmente. Las trabajadoras de los almacenes solían pagar por las tardes, que es cuando cobraban. Yo asistía al colegio Ntra. Sra. de la Compasión, donde había obtenido una beca y comencé a estudiar el bachillerato. Por las tardes, después de clase, me iba al economato y allí hacía los deberes. Durante las vacaciones, pasaba todo el día en la tienda.
A
mediodía, colocábamos tres filas de vinos: blanco, tinto y dulce. La gente se
los bebía y me decían: "Pilonguita, apúntamelo". Por las tardes de
verano, llenaba un cubo con cervezas y refrescos bien fríos y los llevaba por
las naves, ya que algunos nos pedían un refresco o una cerveza para la
merienda. Muchas veces, cuando me encuentro con ellos, se asombran de que
recuerde sus nombres y apellidos, y es que durante muchos años fui la encargada
de apuntarles "los mandaos".
Me
fascinaba el bidón de aceite de oliva. En las frías mañanas de invierno,
teníamos que encender una copa de "Cisco" para descongelar el aceite.
El aparato para cortar el bacalao también me llamaba mucho la atención, y mi
padre siempre me advertía que no lo tocara porque era muy peligroso. Una vez
por semana, mi padre iba en moto a Sevilla a "emplear", es decir, a
comprar productos para las tiendas. Más tarde, el cosario se encargaba de
traerlos.
A veces,
por las tardes, me iba a jugar con los niños que vivían en la huerta de la
fábrica: Paqui y Enrique. También los hijos del director jugaban con nosotros.
Corríamos a nuestras anchas por el interior de la huerta, llena de naranjas
mandarinas, y me enseñaron a montar en bicicleta. La casa de los porteros, José
y Rafaela estaba construida apoyada en uno de los laterales del
"pararrayos". Con ellos vivía su hija Francisca, que estaba viuda, y
su hijo Pepito. Cuando llovía, nos íbamos a su casa, nos sentábamos en el salón
y oíamos cómo silbaban los rayos cuando caían dentro de esa gran torre. José,
el portero, nos contaba muchas historias. Tengo buenos recuerdos de esos años
que pasé en la fábrica, aunque es verdad que trabajé mucho.
A mi
padre le gustaban mucho las motos; al principio tenía una Guzzi y más tarde se
compró una Ducati. A veces, cuando cerrábamos el economato, se echaba una
carrerita con los jóvenes de la fábrica que tenían moto hasta Alcalá de
Guadaira. El último pagaba la convida. Cuando llegábamos al bar, yo me sentaba
en una silla y me quedaba dormida. Me despertaba el ruido de las motos que se
iban y me dejaban allí. Más de una vez, mi padre llegaba a casa y se daba
cuenta de que yo no iba con él en la moto. Se esperaba antes de abrir la puerta
de casa porque sabía que algunos de los compañeros de carrera me traerían, y mi
madre y yo nos enfadábamos mucho con él.
En el
economato, mi padre tenía mucho tiempo libre y los jóvenes querían que les
enseñara a conducir la moto. Ponía los conos en un llano dentro de la fábrica.
Allí practicaban, y cuando estaban preparados, los llevaba a examinarse con su
moto al campo del Betis. El examen teórico no era difícil; solo tenían que
memorizar las señales de tráfico y saber firmar. A muchas personas yo les
enseñé a firmar para poder sacarse el ansiado carnet de conducir. Más tarde, se
compró un coche y comenzó a enseñarles a conducirlo, y así poco a poco se fue
metiendo en el mundo de la autoescuela. En 1965, le propusieron poner una
autoescuela. La idea le gustó, así que se asoció con Vicente Morales Castilla
y, como mi padre era conocido por su apodo, decidió añadirle al apellido de su
socio su apodo, y por eso se llamaba "Autoescuela Morales-Pilongo".
La inauguraron a finales de 1965. Estaba situada en la calle Santa María
Magdalena, justo al lado de la casa de socorro. Fue la primera autoescuela en
esa calle; más tarde, pusieron otra autoescuela frente a la nuestra y mi padre
y su socio decidieron comprar un local en la Bda. del Rocío. Llegamos a tener
cinco autoescuelas, entre Dos Hermanas, Sevilla y Bellavista. Hoy en día,
seguimos teniendo la Autoescuela Pilongo en la calle Cristo de la Vera Cruz Nº
43.
Los
dueños de la Alquería del Pilar tenían una puerta que daba justo enfrente del
Economato y le dieron una llave a mi padre para que le abriera a los albañiles
porque iban a hacer una reforma en la casa. Luego le pidieron que buscara un
jardinero, así que mi padre se lo dijo a mi abuelo Cristóbal Guerrero Bello, y
él fue durante muchos años el jardinero de la Alquería del Pilar. Durante el
verano, a eso de las doce de la mañana, mi abuelo venía al Economato a tomarse
un vino y mis hermanas y yo nos íbamos con él a jugar dentro de la Alquería. A
veces venían mis primos. Mi abuelo llenaba "la ría", así llamaban a
la zona donde hoy están los patos, y allí aprendimos a nadar. Luego, cuando
supimos nadar bien, pasamos a bañarnos en la alberca. La Alquería me encantaba.
Jugábamos al escondite por el laberinto que estaba situado frente a la casa de
Antonia Díaz, o sea "el castillito". Nos escondíamos tras las
columnas donde había figuras de las personas que habían participado en el
descubrimiento de América, como Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Juan Díaz de
Solís, Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Hernán Cortés. Allí pasábamos parte
de la mañana o de la tarde. Los dueños apenas venían a la Alquería.
Cuando mi padre puso la autoescuela, me fui a trabajar con él. Una vez nos enfadamos y me fui a trabajar al almacén de León y Cos.
Pero esa historia os la contaré otro
día.
© Loly
López Guerrero.
Cómo me gustan tus historias y la manera de explicarlas tan llana.
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